TRABAJAR CON EL PAISAJE Y SU METABOLISMO
Elena es arquitecta y ha dedicado su práctica profesional a trabajar con el paisaje y el urbanismo, entendido como regeneración urbana en la ciudad, y regeneración también a nivel de territorio, siempre desde una perspectiva metabólica.
Junto a compañeros de la universidad creó una cooperativa de arquitectura, que es Cíclica, espacio, comunidad y ecología. Se dedican a la arquitectura, pero entendida de forma amplia: el territorio, paisaje… y no sólo edificación. Desde rehabilitación energética de los edificios o de creación de comunidades energéticas, por ejemplo. “Como también la gestión del paisaje, trabajando desde el paisaje productivo o reproductivo (a mí me gusta más decirle así) porque es aquél que permite no sólo producir en un momento determinado sino también reproducirse en el tiempo.” Nos cuenta Elena.
La regeneración se fundamenta en comprender la sostenibilidad. No se trata sólo de realizar greenwashing sino de cambiar el sistema. El decrecimiento como mirada y, sobre todo, entender que este sistema por lo que nos regimos no es sostenible ni económica, ni social ni ambientalmente y, por tanto, se necesitan estrategias de cambio.
El metabolismo social nos permite entender cómo funciona la sociedad. Al igual que un organismo vive en su forma anatómica y fisiológica: el cuerpo metaboliza los recursos que consume y excreta los residuos que genera. La sociedad también funciona igual. Si la arquitectura, habitualmente, se ha enfocado hacia lo anatómico, a las estructuras que habitamos, “el metabolismo social nos permite entender cómo habitamos estos espacios: qué implica habitar, cómo habitamos, qué recursos consumimos, tanto a nivel de edificación como nivel de territorio. Y lo que se persigue es lo que llamamos metabolismo social circular. Es decir, cerrar ciclos. Y para cerrar ciclos, las cosas no pueden funcionar de una única manera ni de forma aislada, sino en relación sistémica. Una mirada holística que nos permite entender que ningún sistema es independiente en sí mismo, sino que uno necesita de otro para complementarse y generar un ecosistema más rico”, dice ella.
Cuando hablamos de metabolismo hablamos sobre todo de 4 vectores: agua, materia orgánica, materia inorgánica y energía. En la naturaleza, el agua cierra el ciclo de forma natural. La materia orgánica cierra su ciclo gracias al agua y el sol. La materia inorgánica tiene una movilidad mínima en la naturaleza porque, básicamente, se produce por arrastre del agua. Pero, en cambio, en el metabolismo urbano es el vector que genera mayores impactos. Y, por último, la energía, que no es un flujo material, pero en el ecosistema natural es la energía solar o sus derivadas, eólica, hidráulica.
Recuperar el conocimiento tradicional nos da muchas claves para entender los territorios y nos permitirá adaptar las estrategias de gestión que utilizaban por cada uno de los vectores a las necesidades actuales, distintas a las del pasado, evidentemente.
En el pasado el agua se gestionaba únicamente por gravedad y diferenciando las diversas cualidades por los distintos usos que se hacían. La vocación de un territorio o de un paisaje siempre estaba entendida según su relación con el agua (más cercana, más lejana, más escasa…). El agua es el vector de mayor magnitud, consumiéndose una media de 100l por persona y día, contra los 3, 4 o 5 kg de otros residuos. La materia inorgánica siempre se extraía del entorno inmediato y era renovable o de mínima movilidad, como la piedra. Y la materia orgánica, invertía el capital humano en recuperar y mantener la capacidad productiva o reproductiva del suelo, del suelo.
El problema se ha convertido en la sociedad industrial, porque utiliza, principalmente, energías fósiles y en el caso de los otros vectores, se han abierto los ciclos, y el sistema sigue un metabolismo lineal. Los recursos que extraemos de la litosfera se devuelven a los ecosistemas naturales en formas que no se pueden asimilar. La situación se vuelve insostenible, añadiendo los impactos locales y globales que se derivan, como es el cambio climático, el mayor impacto que conocemos.
Por poner un ejemplo concreto, en el caso de Gallicant (un pueblo abandonado del Camp de Tarragona) realizaron un análisis del paisaje para ver cómo había cambiado el uso del paisaje en los diferentes momentos históricos. El paisaje estaba marcado por los muros de piedra seca, explicando que era un paisaje de viñedo en el pasado. Un viñedo que generaba un rendimiento económico que permitía invertir en hacer terrazas. Por tanto, el paisaje era construido, que no urbano. El paisaje es antrópico en todas partes. Ahora, ese paisaje está en un proceso de abandono y de recuperación de bosque. Las terrazas permitían una gestión del agua óptima y también permite plantear estrategias de acumulación para tener riego puntual o incluso, para abastecer a los corzos y jabalíes, que habitan en el bosque y son un peligro para el cultivo, sobre todo en épocas de calor que van a buscar la hidratación en el fruto.
“Hay que cambiar la lectura productivista del paisaje que priorizaba la movilidad de recursos horizontal con grandes infraestructuras de movilidad y volver a saber la vocación productiva de cada pedazo de paisaje y de cada ecosistema, así trabajaremos en pro de la sostenibilidad de nuevo. Por suerte, el viñedo y la bodega permiten económicamente una gestión integrada del paisaje que otros sistemas agrícolas no permiten y es, por tanto, un privilegio”, nos dice Elena.
Gracias Elena, por esta clase magistral sobre el metabolismo social y, sobre todo, por ser un granito de arena en ese gran cambio que nos ocupa.