VINO RANCIO DE CEREZAS EN DINAMARCA.

Frederiksdal Kirsebærvin

La costa de la isla de Lolland, en Dinamarca, resulta ser un lugar ideal para el cultivo de la cereza.

El invierno es respetuoso y la primavera primeriza, prestándose a una temporada generosa durante la cual las cerezas maduran lentamente desarrollando una gran complejidad de matices.

En la punta oeste de la isla encontramos un castillo señorial.  Cuando se llega después de cruzar medio país en coche con la sensación de no llegar a ningún sitio, este caserón proyecta una sensación de estar en un lugar con un pasado esplendoroso. Bañado por la luz especial de las latitudes del Norte, entre un cielo azul intenso y prados exultantes de verde, la sorpresa deja paso a un sentimiento de extraña familiaridad.

Para los que hemos crecido con Las aventuras de Tintín, la edificación recuerda instantáneamente el Castillo de Molinos de Arriba o de Moulinsart, ese castillo que compra el profesor Tornassol al final de El tesoro de Rackham el Rojo y que se convierte en su casa, compartida con el capitán Haddock. El caserón de Frederiksdal parece la versión danesa del Castillo de Cheverny en el Valle del Loire (Francia), en el que se inspiró Hergé.

Harald Krabbe, propietario de Frederiksdal, heredó la finca y decidió implicarse para que no se deteriorase la edificación ni el potencial de sus tierras. Soñador y voluntarioso, Krabbe decidió hacer vino de cereza con una variedad de cereza nórdica: la cereza danesa Stevnsbær negra, a menudo llamada uva nórdica.

Se trata de una cereza que, una vez madurada, mantiene una acidez extraordinaria, como no podía ser de otra manera en esas latitudes, y demuestra una complejidad y un potencial sorprendentes. El proceso de vinificación es parecido al de nuestro vino, aunque la logística de cosechar la fruta y hacer el mosto implica algunas diferencias. El vino resultante que proponen en esta bodega tiene un azúcar residual bastante alto para compensar esa acidez.

Harald y sus colaboradores hace tiempo que trabajan una línea dedicada al vino rancio de cereza, que él vincula directamente a Catalunya (aunque prestigia más a través de Madeira, Porto, Banyuls o Maury).

Es impactante ver como a tantos quilómetros de casa pervive este concepto, aunque castellanizado con la palabra rancio; sinceramente, tendríamos que hacérnoslo mirar.

El sutil pero evidente encanto del rancio se percibe perfectamente, entre el carácter propio que aporta la cereza, desplegándose toda su complejidad y madurez. Todo ello gracias a un reposo de un año en una extensión de garrafas de vidrio llenas de vino de cereza que, a sol y serena, evolucionan al sonido del viento y las olas del mar báltico. El vino pasa otro año en botas de Coñac de 450 litros antes embotellarse.

Aunque este envejecimiento es precoz, el resultado final evaluado desde el prisma del vino rancio no está nada mal. De hecho, junto con la sorpresa un punto exótico que supone en nuestra zona un vino de cereza me pareció un producto digno de las mejores sobremesas. Aquí dejo la referencia anotada por si algún lector, de viaje por el norte, se encuentra una botella y se anima a traerla a casa.

Bernat Guixer – Espiritu Roca. Celler de Can Roca.

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