Las plantas han sido durante mucho tiempo uno de los principales enemigos de nuestros cultivos, sobre todo, en la agricultura intensiva, que ha utilizado toda la tecnología y técnicas que tenía al alcance para luchar en contra. Pero ya los mesopotámicos las utilizaban para valorar las tierras como indicadoras de fertilidad.
Cuando hablamos de cultivos, hablamos de una modificación de la naturaleza a nuestro gusto. Pero para mandar sobre la naturaleza primero hay que obedecerla. Debemos entender que la naturaleza se rige por unas leyes. Si entendemos cómo funciona la naturaleza, comprenderemos mejor nuestros cultivos y el suelo sobre el que se encuentran.
El suelo es una creación natural que resulta de la acción del clima y de los microorganismos sobre el material original o roca madre, situado en la superficie de la tierra durante cientos de años. La agricultura ecológica contempla el suelo como un ente vivo, base de la fertilidad y por lo tanto, de nuestra producción. Es un ecosistema formado por millones de organismos y dependiendo de nuestras actuaciones podemos mejorarlo o empeorarlo.
Hoy día se sabe que las plantas por sus raíces exudan una enorme cantidad de azúcares para alimentar, precisamente, la microbiología, la que, a su vez, aportará minerales a la planta. Y la planta selecciona qué microbiología necesita en función del mineral que necesita en cada momento. Es una relación de muchos millones de años que apenas estamos intentando entender. En todo caso, este mundo oculto que hay bajo nuestros pies, a estas alturas es desconocido, se conoce sólo una pequeñísima fracción de la microbiología del suelo (2/3%)
El suelo es muy importante pero el manejo que hacemos del suelo hará que vayamos hacia una mejor fertilidad o una peor fertilidad. Debemos entender qué es, cómo funciona, quien vive allí, como está organizado… porque está claro que la salud de nuestro suelo también será la salud de nuestras plantas. Y las plantas bioindicadoras serán una herramienta de diagnóstico de esta salud.
Un suelo fértil y vivo funciona de entrada con una infiltración del agua que alimenta las capas freáticas que, a su vez, harán de depósito de almacenamiento de agua volviendola a poner a disposición de las plantas cuando venga la época seca. Hay unas aportaciones de minerales, tanto a través de los restos orgánicos, como a través de la descomposición de las rocas originarias. Hay una microbiología (bacterias y hongos) aeróbica y una anaeróbica. Estos minerales son capaces de ser almacenados en un complejo arcillo-húmico o complejo de cambio (partículas finas de arcilla y humus) – la gran reserva de nutrientes en el suelo –
Desafortunadamente, a pesar de los muchos años que se necesitan para formar el suelo, se puede destruir en muy poco tiempo. Es la realidad de los suelos de Europa y de los suelos del mundo moderno, que han visto reducida la cantidad de materia orgánica que contenían a la mitad. Recordemos que el contenido en materia orgánica es lo que nos dice si el suelo es o no es fértil. Y, desgraciadamente, es un recurso no renovable, al menos a escala humana.
La inmensa mayoría de las tierras agrícolas tienen problemas de lixiviación (se ha perdido la estructura), tienen problemas de escorrentía porque hay encostramientos superficiales, se encuentran desprotegidas y el agua en lugar de infiltrarse, corre por la superficie (cuanto más pendiente hay, más corre); tienen problemas de erosión, problemas en humidificar la materia orgánica (que se fosiliza -no está disponible para los microorganismos – bien porque le ha faltado nitrógeno a la hora de humidificar o bien porque las condiciones climáticas que se han dado en el momento de humidificar no se lo han permitido) y barreras físicas provocadas por la misma maquinaria que usamos para trabajar que bloquean la liberación de minerales. La porosidad que necesitamos y queremos que tenga nuestro suelo se pierde.
Toda esta degradación del suelo viene provocada inicialmente cuando destruimos el bosque (la vegetación espontánea de una zona) para trabajarlo en forma de cultivo. Disminuye de forma drástica la biodiversidad (tanto la aérea como la edáfica) y comienza la pérdida de fertilidad, la compactación, la erosión y la falta de capacidad del suelo de realizar sus funciones básicas, entre otros almacenar y purificar el agua. La desertificación puede ser un viaje de no retorno en muchos casos que tenemos que procurar evitar (ejemplos de esta desertificación es el norte de África, que le consideraba el granero de Roma y los Monegros, una zona originalmente de bosques de encinas)
Este empobrecimiento de minerales repercute también en nuestra alimentación y, como consecuencia, a nuestra salud con carencias de micronutrientes que se muestran en un % elevado de la población mundial total.
La otra cara de la moneda, por lo tanto, es tratar las hierbas como aliadas. Las hierbas tienen muchas utilidades y funciones en nuestros ecosistemas agrarios. Una de estas funciones es prevenir la erosión. Cuando la tierra está cubierta y gracias a sus raíces, facilita la infiltración de agua y previene la escorrentía. Facilita el ciclo de nutrientes que se absorben mediante sus raíces y se emiten a través de sus hojas, de otro modo tendríamos que aportar de manera forzada con nuestro trabajo. Las hierbas también aportan materia orgánica que se irá descomponiendo y produciendo carbono y, por tanto, aumentando la capacidad de retención de agua, también. Y eso, en su parte aérea nos aporta biodiversidad que repercute, a su vez, en la biodiversidad del suelo.
Los beneficios son muchísimos, desde los aspectos biológicos y la formación de humus (la biodiversidad) como a nivel ambiental, de erosión, de reciclaje del agua, de depósito de agua, de regulación térmica… entre otros. Lo que cabe ver es cómo la gestionamos para que no interfiera en nuestro trabajo. Pero lo que está claro es que tal vez no se trata de malas hierbas, como se creía hasta hace poco.
Las hierbas nos sirven como herramienta para diagnosticar una situación determinada en nuestro cultivo. La mayoría de los diagnósticos que hacemos a partir de observar las plantas bioindicadoras de una parcela determinada, hoy en día, nos da un resultado de desertificación. Vamos hacia el desierto o venimos del desierto y vamos hacia algún lugar mejor. En función del diagnóstico y las prácticas que hacemos deberemos entender cuál es nuestra situación, en qué contexto se encuentra (en qué dirección va).
El método del diagnóstico basado en las plantas bioindicadoras ha sido desarrollado por Gérard Ducerf (botánico y campesino) que se preguntó porque crece aquí una hierba y no crece allí. Y ha dedicado toda su vida a esta investigación hasta publicar, entre otros, la Enciclopedia de Las Plantas Bioindicadores Medicinales y Alimentarias (en 3 volúmenes)
Las semillas no germinan porque si, sino que deben darse las condiciones idóneas para su desarrollo. El banco de semillas del suelo es un recurso que tiene la naturaleza porque precisamente cuando hay un desastre pueda revegetarse rápidamente. 1 m3 de suelo puede contener de 4000 a 20000 de semillas diferentes que se pueden conservar entre 10 y 30 años como mínimo. ¿Qué es lo que rompe esta latencia? Intervienen diferentes factores como la luz, la estructura del suelo, la geología del suelo, la vida aeróbica y anaeróbica, las prácticas agrarias que haya sufrido aquella tierra y la compatibilidad. Cada especie tiene su código específico de condiciones de rotura de la latencia. Y por esta razón, identificar la especie nos ayudará a interpretar qué pasa en nuestro suelo en ese momento determinado. El método de diagnóstico del suelo tiene en cuenta las diferentes especies que reconocemos, la densidad en la que se encuentran y el coeficiente de recubrimiento, entre otros.
Es por tanto una de las maneras para reconocer el estado de salud de nuestros cultivos y del suelo en el que se encuentran.
Gracias Neus Vinyals, de la Asociación La Era, por habernos permitido asistir al curso práctico de Diagnosis del Suelo a partir de las Plantas Bioindicadoras organizado por la DO Montsant el pasado día 28 de abril.